lunes, 1 de diciembre de 2014


ADVIENTO
TIEMPO ENTRAÑABLE

El sufrimiento es parte integrante de nuestra vida. Nadie se libra totalmente del dolor, del tipo que sea (físico, psicológico o espiritual). Es nuestra deficiente condición humana. En las lecturas de estos días se habla del Reino mesiánico en vías de realización, y se dice que llegará un día para todos los pueblos en que el Señor “preparará un festín... aniquilará la muerte para siempre... y secará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25,6.8). Mientras tanto, suplicamos para que todos los creyentes -sean de la religión que sean- nos unamos para aliviar tanto sufrimiento como hay en la tierra.



El Adviento está bajo el signo de la esperanza. Escribe San Cipriano:

El que seamos cristianos
es por la fe y la esperanza,
pero es necesaria la paciencia
para que... lleguen a dar fruto...
La esperanza y la paciencia son necesarias
para completar en nosotros
lo que hemos empezado a ser,
y para conseguir, por concesión de Dios,
Lo que creemos y esperamos.

Vemos que en los textos litúrgicos aparece el doble aspecto de la venida de Cristo. Los cristianos no profesamos una futurología, que versa sobre el todavía no, sino una escatología, que se ocupa del ya pero todavía no. Como proclamamos en el prefacio I de Adviento, Cristo ha venido “en la humildad de nuestra carne” y esperamos que un día “vendrá en la majestad de su gloria”. Navidad y parusía son como dos polos que mantienen en tensión la esperanza cristiana, que tiene que ver con la salvación definitiva -“fuimos salvados en esperanza” (Rom 8,24)-, es decir, con la plenitud del ser y de sentido de nuestra existencia. Ya estamos salvados, pero todavía no definitivamente.

Este tiempo de adviento nos recuerda que el objeto de nuestra esperanza no es algo, sino alguien, una persona concreta: Jesucristo. Hace algunos años, en Estrasburgo, en las fiestas navideñas, unos jóvenes desplegaron en el centro de la ciudad una gran pancarta: “Navidad es Jesucristo”. También podríamos añadir “Adviento es Jesucristo”.Es Jesucristo que vino y que vendrá pero que no se ha ido nunca. Se trata, pues, de una venida que es continua presencia de Alguien, actualmente invisible a los ojos corporales; es la presencia de “Aquel que es, que era y que va a venir” (Apc 1,8).

Mientras tanto, esa vida de comunión con Cristo se tiene que manifestar en nuestras obras, en nuestra labor para que se haga realidad ese Reino ya comenzado, pero todavía no realizado.

Ante todo, actitud de vigilancia a la que aludía el texto evangélico del domingo último (I Adv. ciclo C): “Poned atención: que no se os embote la mente con el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, de modo que os sorprenda de repente aquel día” (Lc 21,34). Tengamos también presente las varias parábolas evangélicas que hablan de vigilar. La comunidad que aguarda la venida de Cristo tiene que vivir expectante, con una sana tensión; y eso porque lo que se aguarda está cerca, no lejos. Aguardamos a Jesucristo, presente ya sacramentalmente. En realidad, nada nos separa de Él; somos nosotros quienes nos apartamos de Él; y recordemos que cada adviento que vivimos puede ser el último.

Sólo una comunidad eclesial -y cada persona cristiana- persuadida del acercamiento de la parusía, que canta “mâranâ-thâ” (= Señor nuestro, ven) como las comunidades primitivas (1 Co 16,22) se verá libre de toda tentación de afincarse en este mundo transitorio, dejándose esclavizar por “las cosas mundanas y vanas” (dinero, poder, consumismo, modas de lujos...). Tenemos que vivir lo que algún teólogo llama la “ética del interim”, tratando de conformar nuestras vidas según el espíritu de las bienaventuranzas.

Además, vivir el adviento supone el compromiso de ir realizando con Cristo su Reinado. Cristo ha vencido la injusticia, el dolor, la muerte. Está inaugurada su obra , pero no ha llegado a su maduración. La realización del Reino se nos ha encomendado a los vinculados con Él por la fe y el bautismo. Los cristianos no podemos resignarnos pasivamente ante la todavía persistente emergencia de fenómenos de injusticia y de desamor. Anunciamos el triunfo final del Reino. Esto es “dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37), como dijo Jesús a Pilato. Significa hacerla, obrarla verificándola. Proclamar la venida de Cristo en poder y gloria, la victoria definitiva sobre el mal... es trabajar para que triunfe el bien, la justicia, la honradez, la paz, el amor auténtico, la vida... El Reino se realiza cuando los cristianos autentificamos con nuestras obras lo que decimos con palabras. Lo pedimos constantemente: “Venga tu reino” en la oración que Jesús nos enseñó. Una oración que no debe llevarnos a un espiritualismo, sino a la acción.

Termino recordando un texto de San Pedro. Habla del Día del señor, del final, de la parusía, y pregunta “cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios... [...] Esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia” (2 P 3,11-13).

Esperar la parusía es acelerarla actuando. Quienes confesamos nuestra fe en esa venida final del Señor manifestamos nuestra esperanza en un mundo y una humanidad donde los valores del Reino no son meras promesas vacías, sino una realidad a construir ya desde el tiempo presente. Vivir el adviento es comprometerse para realizar con Cristo el Reinado de Dios. Porque Cristo vino un día “en la humildad de nuestra carne”, los unidos a Él por la fe y el amor trabajamos también con Él día tras día con la esperanza de que le veamos venir “con el poder y la gloria”.
P.Luciano Gil Japón (S.I)

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